2 de septiembre de 2024

¡Sigo aquí!

Guau. 

Veo que han pasado casi doce años desde mi última entrada. Guaaau. Podría inventarme cualquier excusa, como que hemos estado aislados en alguna selva sin acceso a internet. La verdad es más simple y más salvaje. Pero iré poco a poco. ¿Saben eso de que, cuando te acercas al final de tu vida, sientes la necesidad de dejar ciertas cosas por escrito? Pues eso pretendo. Porque presiento que mi final está cerca. Bueno, lo presiento yo y el Gordo, la Histérica y el resto. Sí, sí, hay «resto». Vayamos por partes. 

El último año que publiqué algo, después del encuentro con esa bestia aterradora, ya hubo cambios. La Histérica se fue a hacer algo a un sitio –«estudiar» y «Córdoba», por si son ustedes tiquismiquis con estas menudencias–. Me quedé a solas con el Gordo un tiempo. Fue fabuloso: seguía dejándome cachitos de su sándwich matinal y nos íbamos de pateo de vez en cuando. Ustedes saben que el Gordo siempre fue mi favorito, ¡ahora lo tenía todo para mí! Pero ella regresó por Navidad, como el turrón, y tras las vacaciones nos fuimos los tres juntos para allá. Reconozco que no estaba mal, echaba de menos nuestra feliz familia de tres. Este sitio, «Córdoba», era frío como el demonio. Aunque creo que no es una comparación acertada, ya que tengo entendido que el tal demonio vive en un lugar calentito. En fin, que hacía pelete. Debía luchar con la Histérica por la manta más cálida. Ella iba arrastrando el calefactor por la casa, tirando del cable, cual perrito esclavizado. Pero qué maldito frío. En resumen, fue chachi. Dormíamos muy juntitos dándonos calor y hacíamos caminatas para conocer el lugar.
    

Hasta que llegó él. 

El anodino. 

Resulta que a la Histérica se le ocurrió echar una mano en un refugio para perros. Y allí vio a camaradas míos pasando frío y penurias. Una «amiga» humana suya le presentó a un chucho, de nombre Dino, que estaba en las últimas, flacucho y hecho un asco. Esta muchacha le aseguró que no sobreviviría al invierno en la perrera y le sugirió llevarlo a casa. Acogida temporal, lo llaman. 

Ja. 

Este pobre desgraciado entró en casa para no salir. Porque no podía. Pasa que el susodicho era un despojo que se arrastraba por la casa. Literalmente; fue perdiendo la movilidad de las patas traseras y daba un no sé qué verlo, hasta yo sentí lástima. Resulta que tenía algo llamado «moquillo». El Gordo le fabricó un arnés para elevarle las patitas de atrás cuando lo sacaban. Parecía una marioneta, con correa delante y detrás (aquí pueden verlo: Dino con arnés). Vergüenza me daba que me vieran con él en público, pero sobre todo sentí celos. Lo achuchaban como si fuera un peluche molón, cuando yo no veía más que un saco de huesos sarnoso –sí, también tenía sarna–. Ellos hicieron lo que pudieron: que si medicinas, que si mimos, que si masajes que le dedicaba el Gordo... Increíble. Y a mí las migajas del sándwich. Mas llegó el día en que tuvimos que volver a nuestra isla y él se quedó allá, en Córdoba. Mis dos no podían darle la atención que necesitaba, el can estaba en las últimas. El equipo veterinario se ofreció a quedárselo en la clínica para intentar rehabilitarlo. Muchas esperanzas no tenían, ni ellos ni nosotros. Pero yo feliz, porque tuve al Gordo y la Histérica de nuevo para mí, aunque estuvieron tristones una época. Parece que echaban de menos al pulgoso ese. 





Aunque pronto recuperaron la alegría, en nuestra siguiente parada…

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